viernes, 8 de febrero de 2013

Roberto Suárez Gómez, en su momento y en la cumbre de su poder, conocido como el mayor traficante de Bolivia



Bolivia, recurrentemente, ha sido una monarquía de reyes sin corona. Uno de ellos, descendía de regia estirpe, vástago de un adelantado español que se asentó en las tierras orientales. Sobrino bisnieto de Nicolás Suárez Callau, el “rey de la goma”, sobrino nieto del “rey de la quinina” e hijo de Nicomedes Suárez, el “rey del ganado”, superó grandemente a sus antepasados y también a Patiño, el “rey del estaño”, en poder y en dinero.

Nacido el 8 de enero de 1932, muy joven se casó con la judía-cruceña Ayda Levy y, en libertad condicional, un infarto lo mató en 2000, a sus 68 años, después de haber recorrido el mundo burlando fronteras, policías y hasta ridiculizando al imperio americano en su obstinada lucha contra el narcotráfico.

Se entregó voluntariamente a la Justicia boliviana y mientras purgaba su pena edulcorada de 15 años trató de escribir, infructuosamente, su autobiografía. Finalmente correspondió a su viuda completar el trabajo, basándose, seguramente, en apuntes legados por el finado en su inédita “Tesis coca-cocaína”, porque sin citar sus fuentes, todos las personajes que juegan en esa coreografía macabra son reales, lo mismo que los lugares y las fechas que menciona la autora de El Rey de la cocaína: mi vida con Roberto Suárez Gómez y el nacimiento del primer narcoestado (como si hubiese un segundo).

La editorial argentina Debate acoge el relato en 230 páginas, escritas con fluida prosodia e infinita misericordia para el amado esposo, cumplido padre de familia y empresario próspero que fue Suárez Gómez antes de caer en la tentación de emporcarse en el negocio de tráfico de drogas. La cuidadosa lectura del documento me llevó a la ociosa tarea de comprobar la coherencia de las revelaciones que se publican. Y, salvo la entrevista del Rey Suárez con Fidel Castro (en 1983) y las acusaciones de corrupción a algún juez suizo, todas las precisiones son perfectamente verosímiles.

Como las heces llegaron al ventilador, falta en la obra un índice onomástico, por cuanto se cruzan en sus páginas conocidas celebridades mundiales del hampa, presidentes, generales, ministros, coroneles americanos y hasta el banquero del Papa, en tropel, extendiendo la mano para recibir coimas o limosnas del generoso beniano.

Sorprende su genio empresarial para dirigir lo que denominó “la Corporación” con tanta eficacia que pese a la doble moral de la DEA , de la CIA y la Policía Nacional, en tiempos en que no existían celulares o internet, coordinaba puntualmente el suministro de cocaína a sus clientes más privilegiados como Pablo Escobar o Gonzalo Rodríguez Gacha, a quienes los enriqueció con el enorme margen de ganancia entre el precio del kilo FOB de la mercancía y el kilo del alcaloide vendido en las calles de Nueva York.

La revista Time lo llamó el Robin Hood de los Andes, porque el Rey se dio el lujo de distribuir su riqueza construyendo hospitales, escuelas y otros bienes públicos en la Amazonía boliviana, ayudando a los menesterosos y sobornando a los poderosos, usando sus ingentes ingresos adacadabrescos.

Operando desde las pistas privadas de sus haciendas, su flota de 30 aviones Cessna, muchas veces escoltados por naves militares, volaba las 24 horas del día acarreando miles de kilos de cocaína y retornando con dinero en efectivo cuando “las remesas de millones de dólares que llegaban desde Colombia eran diarias. Algunas veces los empleados de la corporación tenían que contar durante horas sumas astronómicas de hasta 60 millones de dólares en billetes de diferentes cortes que llegaban en bolsas de cotense…”.

Pero su fortuna también la empleó en financiar el golpe de Estado del 17 de julio de 1980 que derrocó a Lydia Gueiler e instauró en Bolivia la junta militar delincuencial presidida por Luis García Meza, asesorada por el nazi Klaus Barbie y por notorios criminales como Stefano delle Chiae. Desacuerdos con su socio García Meza devinieron en la sañuda persecución del Rey y su parentela. Ayda Levy y sus hijos se refugiaron en Suiza. Allí fue detenida por lavado de dinero y su primogénito Roby extraditado manu militari a una cárcel en Miami, de donde astutos abogados lo liberaron.

Festejando su retorno, para la fiesta organizada en la hacienda familiar de San Vicente, arribaron en sendos aviones los capos de los cárteles de Medellín y otros, junto a conocidos cantantes internacionales en jolgorio clonado por la película Scarface, inspirada en la vida y pasión del Rey Suárez. La ejecución de Roby, el heredero, acaecida en Santa Cruz, a sus 24 años, se atribuye al gobierno de Paz Zamora y retrata a Michael Corleone en el epílogo de El padrino.

La esposa del monarca cocainófilo intentó desmarcarse de las actividades ilícitas de su marido, pero recibió, con fruición, un reloj de oro Patek Phillipe, se hospedó en los mejores hoteles europeos y gozó de las prebendas que brinda una vida millonaria. Reales de poca monta para el Rey que en 1983 “obtuvo en el primer cuatrimestre una ganancia neta de cerca a de 200 millones de dólares”, suma que incrementó cuando rompió con el cártel de Medellín y comerció la droga por cuenta propia.

El Rey justifica filosóficamente sus emprendimientos preguntándose “¿por qué parecernos raro que se niegue a priori la posibilidad de incursionar en el narcotráfico en aras de nobles ideales, con la motivación del amor a la Patria y a la humanidad?”. Quizá por ello intentó pagar la deuda externa de Bolivia y respaldó su acción al decir “yo no creo en esta guerra contra el narcotráfico, porque nadie va a erradicar el mayor negocio del mundo. De lo que se trata aquí es de la transferencia de la intermediación…”. Y, visionario, añadía que “podría popularizarse toda la gama de productos derivados de la coca que no son nocivos, en absoluto, para las mayorías…”.

Enterrados el Rey Roberto Suárez Gómez, el colombiano Pablo Escobar y eliminados los tradicionales cárteles, la producción y el consumo de cocaína se ha incrementado exponencialmente con o sin presencia de la DEA, lo que mueve a la autora a fustigar la hipocresía de gobiernos y agencias represoras en su relato “para demostrar de manera fehaciente la falsedad de la guerra contra las drogas”.


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