En 1977, la editorial de la Casa Municipal de la Cultura Franz Tamayo publicó el libro Estirpe y genealogía del protomártir Pedro Domingo Murillo, de Arturo Costa de la Torre. En este libro, antes de realizar el estudio genealógico de la figura histórica, el autor se detiene en ciertas descripciones sobre la apariencia de Pedro Domingo Murillo que recaba de distintas fuentes escritas. Una de estas descripciones es la realizada por Pedro José Yáñez de Montenegro, quien dice lo siguiente: “Murillo era hombre alto, de una regular gordura, trigueño amarillento, con algunas pecas en la cara, frente común, ojos grandes, de buena cara; algo taimado, reservado en su trato íntimo y locuaz cuando se dirigía al público”. También cita a Dámaso Bilbao la Vieja, que se detiene en la vestimenta utilizada por el caudillo paceño: “Era delicado y escrupuloso en el vestir, y como particular, siguió siempre la modalidad de la época con elegancia; como funcionario de la revolución y coronel se acomodó al traje oficial en uso: golilla irreprochable y siempre alba, calzón de paño con medias de seda, cuyo color variaba con frecuencia, y zapatos hasta el empeine”. Más breve, pero más iluminadora, es la descripción de Nicolás Ortiz de Ariñez: “Era de estatura regular y un tanto rechoncho”.
Entre otros escritores más que cita De la Torre para ilustrar (de manera fragmentaria y dispersa) la figura de Murillo, también se encuentra Sabino Pinilla, quien explica que “su cabello era negrísimo y un tanto áspero, peinado y recogido sobre el occipucio, en una gruesa trenza, cuidadosamente anudada con cintas, lo cual dejaba limpia y en forma semicuadrada su frente”. Más adelante este autor además nos dice que “el labio inferior era grueso y un tanto caído, bigote corto y escaso, que alguna vez se afeitaba completamente, la barba puntiaguda y las orejas bien formadas, siempre fuera del cabello”. Finalmente, Gustavo Adolfo Otero escribe lo siguiente: “Hacia los cincuenta años ofrecía el aspecto de un hombre achaparrado, grandes espaldas de forjador que había acumulado grasa sin quemar en el abdomen”.
Es así, que a partir del libro de De la Torre —deteniéndonos en estas referencias preliminares al estudio genealógico— podemos reconstruir imaginaria y gráficamente la apariencia de Pedro Domingo Murillo. En este sentido, y a estas alturas del partido, se me hace más productivo reconstruir ambiguamente los devenires del prócer en vez de tratar de ubicar fielmente los sucesos del pasado. Habría, entonces, que proyectar el personaje histórico desde su posible y esencial figura ficcional. Repensar, reversionar y resemantizar lugares comunes, o no tanto, que completan la imagen de Murillo. Por ejemplo pensar en el origen de su retrato pictórico que para unos no es pintado fiel al modelo original, sino que es la construcción que se basa en supuestos y en rumores de boca en boca.
O hablar de la estatua de la plaza Murillo que, según la leyenda urbana, es un torero, mientras la efigie del mártir reposa en algún pueblo perdido de España. Describir (sin importar la veracidad o no del hecho) la fuga intensa y difícil que la viuda de Murillo debe realizar con su hijo y su hija a cuestas, así como el inevitable delirio en el que cae la mujer y del cual no sale nunca más. Imaginar a Murillo, así, en su relación con la moda, o su atractivo físico, o su prominente panza que retrata a un amante de la buena comida. O, por ejemplo, me pregunto: ¿Dónde habrá quedado el pedazo de cuerda que permaneció atado al cuello del mártir hasta que éste dejó de respirar?
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