domingo, 3 de febrero de 2013

El Fuji y sus aguas legendarias

En Japón, el Fuji es algo más que un simple volcán: es un tótem que desde hace siglos ha sido objeto de veneración religiosa y fuente de inspiración para pintores, novelistas o poetas.

Lo atestiguan los grabados de Hiroshige o Hokusai o los versos del siglo XVIII del Man’yoshu, antología más antigua del país, que lo describen como un monte que se erige desde los tiempos “en que se partieron en dos el cielo y la tierra”.

También las páginas de los diarios nipones, que aún informan puntualmente cada año de la caída de las primeras nieves sobre su cima.

En Shizuoka, donde se asienta la cara sur del monte, el Fuji es mucho más, tanto que por momentos parece ser el centro del universo. Y no sólo por su imponente omnipresencia en el horizonte, sino por las muchas vidas y negocios que desde hace generaciones dependen de él.

Tierra del sake

Uno de ellos es Fujinishiki, una bodega de nihonshu, bebida alcohólica de arroz conocida como sake fuera de Japón, que se estableció en 1688 en la misma parcela de arrozales que ocupa hoy.

Por sus terrenos sigue fluyendo el mismo arroyo procedente de las faldas del volcán, cuya agua da “ese paladar suave” al que hace referencia su presidente, Shinichi Kiyoshi, y por el que son famosos los licores de la región.

“El agua del Fuji es una bendición y nuestra pasión no ha cambiado con respecto a la de los fundadores”, afirma Kiyoshi, que representa a la 18ª generación al frente de esta empresa de la localidad de Fujinomiya.

En el proceso artesanal detrás de este fermentado, que se elabora en su bodega religiosamente entre noviembre y marzo desde hace más de cuatro siglos, el agua del Fuji es elemental.

Riega los arrozales y se emplea para lavar y cocer después el grano de la variedad Homarefuji, específica de Shizuoka y que puede traducirse como “alabanza al Fuji”.

Truchas

Los mismos manantiales sustentan la actividad de Kakishima, un centro de acuicultura de Fujinomuiya dedicado, desde hace casi 40 años, a criar unas enormes y suculentas truchas.

La dueña del negocio, Izumi Iwamoto, revela que el secreto para que la carne de sus ejemplares, que suelen pesar hasta dos kilos (un 50% más que en otras partes del país), sea célebre en todo Japón depende de dos factores.

Uno es el alimento que dan a sus truchas, elaborado de forma casera a partir de los despojos de pescado que se utiliza para elaborar “dashi” y que compran a las empresas que fabrican este popular caldo base japonés, para después mezclarlos con cacao, trigo y sales naturales.

El otro es el agua que vierte el Fuji a una temperatura constante que ronda los 12 grados, ideal para el cultivo de peces de agua dulce.

La suma de estos elementos da lugar a unos peces recios y bajos en grasa con un sabor que a Iwamoto le gusta denominar “del Monte Fuji” y que se paladea lo mismo en sashimi -pescado y mariscos crudos- que a la parrilla, en los restaurantes de la región y de otras partes del país. La compañía comercializa en torno a unas 400 toneladas al año.

Izumi Iwamoto vuelve a insistir en la importancia del agua mientras enseña la espléndida cascada que ruge dentro de su parcela y que trae directamente hasta ahí el maná del idolatrado volcán.

El retorno del “baikamo”

Como este criadero hay varios en la región, colmada de balnearios de agua volcánica, ríos o hermosos y apacibles estanques, como el de Wakutama, en la propia Fujinomiya, que hacen las delicias de la industria turística local.

Sin embargo, mimar ese patrimonio en el siglo XXI es una tarea que requiere mucha dedicación, como bien sabe Toyohiro Watanabe, fundador de la ONG Groundwork, de la localidad de Mishima.

Watanabe, doctor en ciencias agrícolas, concibió la asociación en 1992 con la urgente necesidad de devolverle la vida al río que surca el pueblo, el Gembei, cuyo caudal se había reducido dramáticamente desde los años 60 y que, para entonces, comenzaba a asemejarse a un vertedero pantanoso.

Detrás del deterioro están el aumento de la actividad industrial y de las superficies urbanizadas en favor de las agrícolas o el crecimiento de la deforestación, explica con cierto enfurecimiento.

Movilizar a las miles de personas que participan en las actividades del grupo no fue fácil, como tampoco lo fue el hacer comprender a muchos vecinos del pueblo “que el río también era suyo” y que valía la pena conectar todos los hogares al alcantarillado público y regenerarlo, en vez de soterrarlo, una práctica tristemente extendida en Japón.

A día de hoy, Groundwork no sólo ha logrado que el río recupere su esplendor y vuelva a ser un foco de encuentro y actividad para los habitantes de Mishima, como cuando Watanabe era niño, sino que ha logrado reponer el “baikamo”, una planta acuática que desapareció del lecho hace décadas y que requiere de aguas cristalinas para sobrevivir.

Toji Yamaguchi, o “el hombre loco” como le gusta que le llamen, reconoce que siempre ha creído a pies juntillas en el mensaje de Watanabe, y por eso madruga alegremente todos los días para rastrillar y oxigenar con mimo las flores de “baikamo”, que hoy engalanan el Genbei.

La ONG también ha logrado repoblar el río de patos, lochas, cangrejos o luciérnagas, lo que hizo retornar a un puñado de aves como el martín pescador, el ojo blanco japonés o el aguzanieves, típicas de Shizuoka, al igual que el wasabi o el mizuna (o mostaza japonesa), hortalizas indispensables en la despensa nipona y cultivadas siempre en los frescos torrentes que manan del proverbial Monte Fuji (EFE Reportajes).

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