lunes, 1 de abril de 2013

Benarés: vida y muerte



Las horas se desplazan dificultosamente por entre la jauría acústica del exterior, y miras una y otra vez un avejentado reloj que reposa sobre la mesilla de noche su tedio de minutos insomnes.

Estás en Benarés, la ciudad santa por excelencia de la India, y te resulta difícil encontrar, en la habitación de este destartalado hotel aledaño a la estación de trenes, ni una pizca de la supuesta santidad que debería embadurnar el ambiente. Batalla de cláxones, trifulca de motores de automóvil, combate de aromas de vertedero, escaramuza de insectos arreciando su hostilidad a la vereda de la única ventana que dibuja la sucia pared frente a tu camastro.

Es imposible dormir y, afortunadamente, no queda mucho para que el reloj marque las 04.00 y debas dirigirte al cuarto de baño compartido al final del pasillo, para adecentar un poco tu aspecto antes de encontrarte con el conductor de tok tok con el que acordaste tu visita a la renombrada orilla del río Ganges a su paso por la urbe.

Llegaste a Benarés hace horas, en un atardecer asesinado por la polución y la estridencia. En el tren que te acercaba a Benarés, en segunda clase, acompañado por numerosos hindúes ansiosos como tú por llegar a la inmortal ciudad, tuviste tiempo suficiente de repasar tu cuaderno de notas, y esa guía que te recordaba una y otra vez lo que ya sabías de memoria: Benarés, Varanasí en sánscrito, Kashí “la espléndida” en la antigüedad, situada entre los ríos Varana y Asi, regada por las aguas sagradas del Ganges, la Mama Ganga: diosa sagrada de los hindúes que quita y da la vida como lo hace la Pacha Mama a los habitantes del altiplano andino, una de las ciudades pobladas de mayor antigüedad que la ciencia y la historia conocen, más de 3.000 años se supone, lugar de peregrinaje de hindúes ansiosos por purificar su cuerpo, etcétera, etcétera, datos, curiosidades, mitos, toda esa retahíla mística con que gustan de engalanarse las guías de viaje que nada cuentan, pero todo pretenden enseñar.

Aunque tu primer impulso, tras descender del tren y sortear los numerosos cuerpos apolillados de enfermedad y miseria que se arremolinan a lo largo y ancho del andén ferroviario en busca de limosna, fue intentar acercarte al Ganges, la noche ya cercana y el cansancio de las 12 horas de viaje desde Delhi, te hicieron cambiar de idea una vez sentado en el tok tok, esa especie de motocicleta con destartalada carroza incorporada que hace las veces de taxi en este inabarcable país. Preguntaste al conductor si conocía algún hotel barato cerca. Por supuesto lo conocía, te condujo hasta aquí, y tras preguntarle por la mejor hora para salir con tiempo de llegar al Ganges antes del amanecer, acordaste con él que te recogería a las 04.30.

El cansancio logra que el ruido de la calle, los olores a manteca rancia y basura, el corretear de los insectos por el suelo de la habitación, desaparezcan por unos instantes, y caes en un breve pero reparador sueño. Suena el despertador, amaneces a una noche preñada de alborada, presta a reventar nuevamente en estruendos y aromas que no te permitirán pensar y cerca estarán de enloquecerte, como lo hace el niño recién nacido ante el trepidante espectáculo de las luces del paritorio y los amorosos alaridos de la mamá y el resto de familiares. Recién nacido en Benarés, así te sientes.

No tenías mucha esperanza de que ocurriese pero, efectivamente, el taxista está esperándote frente a la desvencijada puerta del hotel del que agradeces salir al fin, tras una noche de insomnio y pesadilla.

Rumbo al Ganges

La mirada del joven conductor desprende el mismo reguero de sonrisas que la noche anterior, cuando le conociste, e intenta explicarte, camino hacia la ribera del Ganges, con un inglés difícil de comprender, el por qué las calles comienzan de nuevo a poblarse de personas, autos, bicicletas...

Aún no ha salido el sol pero, para cuando lo haya hecho, los habitantes de la ciudad quieren estar ya presentables ante su dorado espejo. Muchos de ellos, al igual que tú, pero a pie, comienzan su peregrinación hacia las orillas del río sagrado que esperan cual lavandería abandonada, la purificación de sus cuerpos.

El trayecto finaliza antes de lo previsto. Ahora tienes que caminar en línea recta, poco más de 500 metros según te indica el afable taxista. “Sólo sigue a la gente”, es su última recomendación. Abonas el escueto monto del viaje, él te toma entre sus brazos y te despide, namasté, namasté, como queriendo inundarte de bendiciones.

El camino hacia la ribera se realiza con lentitud debido a la profusión de caminares que pretenden, con el tuyo, desembocar en las aguas calmas del místico torrente. Comprendes que estás en una ciudad de las más densamente pobladas del mundo, y por un momento te atenaza algo cercano al ataque de ansiedad. La promiscuidad de los cuerpos semidesnudos de hombres, mujeres, niños, enfermos, rateros, policías, monjes, todos en consonante y silencioso peregrinar, hace que te preguntes si no quedarás definitivamente rodeado por ellos, varado en esta marea humana, si no será falsa la seguridad de poder llegar a espacio abierto, y respiras desacompasadamente ansiando el final del recorrido. Junto a ti, dos hombres cargan un cadáver, mientras las mujeres que parecen acompañarles lanzan pétalos de rosas a la túnica que cubre ese cuerpo que espera ser incinerado en alguno de los ghats de cremación a orillas del río sagrado. A tu espalda se repiten, incesantes y monocordes, las plegarias de un grupo de sadhus ataviados de nívea túnica e indolente serenidad y, frente a ti, lo que parece el séquito festivo de un recién celebrado matrimonio compite en afónica sonoridad con los cláxones.

Tras un peligroso encuentro con uno de los cientos de monos que pueblan la ciudad y que ha adherido fuerte sus garras a la correa de tu cámara fotográfica, desembocas, junto con todo el torrente humano que acompañaba tu aún nocturno paseo, en Dashashwamedh Ghat, una de las cientas de escalinatas que conducen a las turbias aguas del Ganges. Desciendes un par de escalones y, no sabes si por necesidad de descanso o por pura postración mística, tomas asiento en la gradería y contemplas las apacibles aguas de la Mama Ganga, teñidas a lo lejos de un rubio oxigenado por la inminente aparición del astro rey.

La impresión es la misma, piensas, que la del adolescente, que enfrenta su primera noche de sexo, al contemplar el cuerpo desnudo de la persona que perpetrará con él ese iniciático rito de nacer al amor. Algo así como adoración. Una veneración que evita las miserables cicatrices de hambre, suciedad y pobreza que esconden las aguas del río y alrededores, al igual que el adolescente decide ignorar, admirado y fervoroso, esos kilos de más que decoran la geografía corporal de su primer amante, por ejemplo. Tan embelesado está por todo lo que de espiritual tiene el espectáculo.

Frente a ti, un joven delicadamente ataviado con ropas confeccionadas con la más rica seda india, comienza a disponer los utensilios para ofrecer al sol naciente la primera puja u oración del día. Mientras él prende fuego a los carbones que reposan en el interior de una vasija con forma de beligerante cobra, tú decides prender fuego a un cigarrillo al que apenas acertarás a propinar un par de caladas, sobrecogido como estarás ante el rito que el oferente llevará a cabo entre musicales salmodios para dar la bienvenida al nuevo amanecer. Te invade una especie de frenesí que, al apartar la mirada del ígneo rito del saludo al sol y comenzar a observar a los hombres y mujeres que bajan las escaleras hasta dar con sus cuerpos desnudos en el agua, sientes la tentación de acompañarles y hundir, sumergir también tu organismo en las aguas sagradas. Afortunadamente, has abandonado ya al joven que te sentiste al contemplar por vez primera el espectáculo del Ganges, y entras en una fase de pubertad que te hace recordar que sus aguas, a su paso por Benarés, son de las más contaminadas del planeta, tanto que las propias bacterias se autofagocitan sin dar tiempo a que la enfermedad se aposente en el légamo promiscuo que golpea las escalinatas.

Esa contaminación parece no afectar a los cientos de hindúes que se acercan cada mañana a lavar sus cuerpos en el bendito flujo de este río que nace en los Himalayas vivo y glorioso de pureza y cristalina corriente, antes de comenzar a perder salubridad en su deambular por las diversas ciudades de la India, y abandonar su torrentera de suciedad y plegarias en el mayor delta del mundo, una vez unido en sacrosanta cópula con el Brahmaputra, ya en las inmediaciones del Golfo de Bengala.

Has asistido a uno de los cientos de rezos al sol, el fuego y el universo todo, que se producen a diario en Dashashwamedh Ghat.

Decides abandonar la ya saturada gradería y emprendes un moroso paseo a lo largo de la ribera, pasando de uno a otro ghat y asistiendo en cada uno de ellos a diferente espectáculo: los ricamente ataviados músicos que afinan sus instrumentos para iniciar la fanfarria en honor de Shiva, en Assi Ghat; los numerosos devotos de rapada testa y escueta musculatura que preparan su homenaje al Señor de la Luna, en Mana-Mandir Ghat; los circunspectos estudiantes de una de las más afamadas escuelas espirituales de la India en silencioso caminar hacia las aguas del río, brazos en alto y mirada ausente, en Brahma Ghat; los incontables trabajadores de los hostales cercanos enjabonando las sábanas de sus establecimientos, en las cercanías de Lalita Ghat.

Por el camino te asombras ante la profusión decorativa de los templos que enfrentan el cauce del río y dan inicio a las escalinatas de los ghat, observando a los devotos de cada una de las innumerables preferencias religiosas que el hinduismo aporta a sus fieles en dedicado rezo, mañanero ejercicio físico, e incluso haciéndose afeitar sus cabezas por barberos armados de mugriento cuchillo e inexistente higiene. También observas a quienes rezan en estática postura, a los niños que juguetean con los monos, a los turistas japoneses que toman fotografías a diestro y siniestro, a los vendedores de flores dedicadas a los rezos, a las mujeres de más de 100 años que desnudan sus escuetas osamentas antes de entrar en las aguas del Ganges para purificar los escasos restos de carne que aún se aferran a la vida, a los hombres que se lavan unos a otros con profusión de exclamaciones y golpes, a los pintores que buscan inspiración sentados en cualquier escalón, a los mendigos que permanecen con la mano extendida mascullando arcaicas plegarias... aunque recorrieses durante más de 100 años los más de 100 ghats jamás llegarías a comprender Benarés. Y ahí es donde reside parte de su magia: lo inaprehensible de la cultura que fluye por entre los escalones al igual que fluye el Ganges a su paso por la ciudad.

Y comienzas a abandonar el disfraz de hombre sorprendido por el espectáculo de la espiritualidad para comenzar a vestirte de maduro visitante. Sí, alcanzas la madurez cuando comienzas a cuestionar la razón de tanta miseria, tanta suciedad, tanta pobreza, abandonadas a la sombra espectacular del rito y la superstición. Como hombre maduro intentas comprender y, como cualquiera que lo hace, cuestionas lo que no alcanzas a discernir .

Hasta que llegas a la escalinata del Manikarnika Ghat, donde los fieles de Vishnu acercan los cuerpos ya sin vida de sus seres amados para depositarlos sobre una breve montaña de madera a la que, tras un puñado de preces y una breve porción de bendiciones, prenden fuego los escuálidos trabajadores de la cremación. Ser quemado en el Ganges asegura a los fieles hindúes el fin del ciclo de las reencarnaciones y, por tanto, el descanso eterno. Es por ello que se acercan a cientos, cada día, para incinerar a sus familiares difuntos. Las cenizas, posteriormente, serán esparcidas en el agua y se mezclarán allí con el resto de fieles que toman baños de espíritu y enfermedad. No sólo las cenizas, también restos de cuerpo humano flotan en el río sagrado dando de comer a las tortugas mutantes de más de 30 kilos que sobreviven así. Esto ocurre porque quien no tiene posibilidades para pagar una buena pira ha de conformarse con unos maderos que, por supuesto, no asegura la cremación total. Los restos, como las cenizas de quien ha sido por completo incinerado, bailan al melancólico ritmo que imponen las contaminadas aguas.

Es entonces que, sobrepasado ya el espectáculo colorido y musical de los anteriores ghats, comprobado que el que reza, el que se baña, el que medita, el que pretende purificar su cuerpo en las aguas de la Mama Ganga, todos, finalizan como un puñado de huesos con jirones de carne quemada, nada más, es entonces, ya digo, que sientes el frío mordisco de la muerte y deseas no haber nacido o, mejor, volver a nacer en la sucia y ruidosa noche de tu hotel de mala muerte, para olvidar la ansiedad por conocer el río sagrado, tomar una ducha y coger el tren de regreso a Delhi, haciendo una parada, quizás, en Agra, para sentirte plenamente vivo y glorioso ante la contemplación del Taj Mahal, por ejemplo. Pero, en cualquier caso, evitar un nuevo paseo por la ribera del Ganges, a su paso por Benarés, para no caer en la cuenta de lo peligroso que es disfrutar el espectáculo de la vida y su pariente más cercano: la muerte.




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