miércoles, 21 de noviembre de 2012

Guanajuato más alla de la muerte En las venas del Festival Cervantino.



La explanada del Panteón Municipal, en el centro de la ciudad, está repleta. Era de esperarse. Hay pocos lugares que en estos días no lo están. Me uno a la larga fila de gente que busca comprar un boleto antes de que la taquilla cierre. Nos quedan 30 minutos. Hay dos ventanillas de atención, lo que agiliza las transacciones. Al fin consigo entrar. Enseguida me topo de frente con una serie de cadáveres en un estado de conservación, digamos, aceptable. La ropa con la que algunos de ellos fueron enterrados se distingue con claridad.

Son 111 en total. Los cuerpos momificados de hombres, mujeres y niños parecen observarnos detrás de los repositorios de cristal que los albergan. No siempre fue así: “Eran exhibidos recargados sobre su propio peso, a lo largo del pasillo y sin ninguna protección. La gente caminaba por en medio de ellos.

Muchas personas, al creerlos falsos —de madera o cartón—, les arrancaban pedazos de piel o les ponían cigarros en la boca”, cuenta Alberto Montiel, guía hace siete años del Museo de las Momias de Guanajuato.

Hace calor aquí adentro. Los signos de la decadencia se pueden hasta palpar. Piel deshidratada cubre su sistema óseo. Están vacías por dentro, con el vientre sumido. El paso del tiempo ha terminado por desintegrar su fluidos y órganos internos. Ninguna de ellas es resultado de un proceso previo de embalsamamiento. Son obra de la naturaleza: de la sequedad extrema, de la frialdad, de la alcalinidad y el aislamiento de microorganismos en la región.

Son al mismo tiempo fruto de la pobreza: los cuerpos cuyos nichos no son adquiridos por los familiares en los cinco años posteriores al entierro son exhumados e incorporados a la colección del museo, en caso de estar óptimamente conservados.

Alberto las ve con naturalidad. Son parte de su “chamba”. Ya está familiarizado con el Francés, el cuerpo más viejo (146 años); con la China, de complexión delgada, baja estatura y exhibida en una especie de sarcófago egipcio. Conoce de sobra al Charro, un hacendado que ahora ostenta el título de la momia más alta (1 metro 82). También sabe que la mayoría tuvo una muerte natural, con excepción del hombre ahogado y la mujer obesa que fue enterrada viva pues sus familiares ignoraban sus ataques de catalepsia. Pero aun más impresionantes son las momias de niños y niñas, vestidas de santos o vírgenes, como manda la tradición religiosa en ciertas comunidades rurales. Fotografías en blanco y negro sobre la pared muestran además a padres que posan cargando los cuerpos sin vida de sus hijos.

La fama de estas momias, hay que decirlo, se debe a un enmascarado. Santo, el luchador más famoso del cine mexicano, vivió una de sus aventuras junto a su colega Blue Demon en medio de los muertos que, para el caso, se dedicaban a atacar a cuanto humano respirase por allí.

Yo había llegado a la Central de Autobuses de Guanajuato a las 16.45 de ese sábado con un cronograma de actividades apenas esbozado en una libreta.

El museo ocupaba el primer lugar en la lista. Sabía que cerraba a las 18.30. Para donde miraba, había filas: en la entrada a los baños de la terminal, en las oficinas de las diferentes líneas de autobús y —ya en la calle— en la parada de colectivos que van al centro.

Subí a uno de los micros. Las ventanas me permitieron ver parte de los rasgos de la ciudad: puentes, murallas de piedra y túneles. El bus se detuvo en una de esas vialidades subterráneas. Llegamos, supuse. Unas gradas estrechas me condujeron a la parte de arriba. Me encontré en el centro, a unos pasos del mercado Hidalgo. Las calles estaban invadidas por hombres y mujeres, chicos y grandes, locales y extranjeros. El payaso que brindaba un espectáculo callejero me hizo percibir lo particular de ese momento en la ciudad: el penúltimo día del Festival Internacional Cervantino —uno de los más importantes de su género en el mundo, que este año celebró su 40 aniversario—.

Frente al excine Reforma tomé el bus que me dejó en la calle más próxima al Museo de las Momias de Guanajuato, al cual accedí finalmente tras caminar por un sendero empinado y serpenteado. Desde ese punto, la urbe ofrece un panorama interesante. Las casas en los cerros se asemejan a un montón de piezas de Lego esparcidas al azar. Sin duda el entorno es distinto al de cualquier otra temporada del año: se respira cultura y desenfreno.

Los orígenes del Cervantino están todavía latentes: aquellas jornadas universitarias en la plazuela San Roque, donde allá por 1953 se representaba la obra de Miguel de Cervantes Saavedra, dieron pie en 1972 a la creación de un evento cultural internacional. Con el paso de los años, el festival se ha erigido también como sinónimo del caos, la “meca de los jóvenes”, diría Ángel Vargas, periodista cultural de La Jornada.

El enmascarado de plata, que estuvo en Bolivia por 1964 causando revuelo entre sus seguidores —imagínense si hoy en día llegase Daniel Craig (James Bond), imagínense el impacto—, tendría actualmente mucho trabajo para luchar contra otros monstruos menos nobles que las momias en el gran país de Cantinflas: el alcohol, el consumo de drogas, el desmadre.

Avatares nocturnos

Me siento en el suelo al ver que las graderías están ocupadas. La noche es joven. Son las 21.00. Estoy en la plazuela San Roque, donde los entremeses cervantinos de mediados del siglo XX dan paso a una mezcla de trova e historia oral. Se trata de otro ítem de mi improvisado cronograma: la presentación de Cuentos del mundo y los Tiempos bacanos. La agrupación, un cronista y dos músicos, se lanza con un programa que incluye relatos de Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan Rulfo y Carlos Fuentes. Aquellos más próximos al escenario escuchan con atención las historias; otros, como yo, se sirven de los parlantes, cuyo desempeño no es el mejor. Hay quienes, simplemente, transitan alrededor sin detenerse.

Las calles y pasillos empedrados de Guanajuato, pauta de su arquitectura colonial, rebalsan de transeúntes y vendedores ambulantes. Antes de llegar a la plazuela San Roque, y luego de visitar el museo, recorro varias de esas arterias. En el camino, un sujeto me ofrece un tour nocturno: recorrido a pie por los estrechos pasadizos de la ciudad, el acompañamiento musical de una estudiantina y un porrón —recipiente de aproximadamente 3/4 de litro que posee dos tubos prolongados: uno, fino, por el que sale el líquido y otro, grande, que sirve de agarradero— de tequila (tradicionalmente debería ser de vino). Son las típicas callejoneadas.

En mi deambular previo doy también con la esquina de 28 de Septiembre y Mendizábal, donde está la Alhóndiga de Granaditas, un edificio tipo fortaleza que en tiempos del virreinato funcionó como almacén de granos y que fue tomado por el ejército insurgente durante la lucha independentista en México. En las afueras del ahora museo, una muchedumbre canta y baila al son cubano de una cubanísima Albita pelirroja que, con su particular voz, improvisa rimas con los nombres de algunas urbes mexicanas en un escenario al aire libre.

Son las 22.37. Desisto de ir a un sector denominado “Los Pastitos”, donde está previsto un espectáculo de luces en la calle. El lugar está muy retirado y no deseo apartarme del centro, en el que se concentra el flujo principal de visitantes del Cervantino. Además de las calles, el programa oficial del festival incluye una amplia red de teatros y otros foros que albergan funciones de artes escénicas, recitales, exposiciones y actividades académicas. Los invitados de honor de esta versión son Austria, Polonia, Suiza y —por México— el estado de Sinaloa.

Pero hay algo más. Es algo que desbordaba la agenda oficial, aquella que se funda en la noción de cultura como realización del espíritu humano, como algo estrechamente ligado al desarrollo de las letras, las artes y las ciencias. El Cervantino parece además funcionar como válvula de escape para los cientos de jóvenes y adolescentes que invaden Guanajuato durante las tres semanas.

—¡El que no brinca es chilango (así se suele llamar a quienes vienen del DF)!—grita un chavo, un chico, que camina junto a un grupo.—¡Chinga tu madre, nadie te hizo caso! —contesta otro que pasa.

Gente y más gente. Deben ser estudiantes de bachillerato o universitarios, pienso. Parecen no tener rumbo. Llevan en la cabeza pelucas de colores y orejas de conejo del tipo Playboy. El suelo está pegajoso y desprende un fuerte olor a cerveza, aquella que tiene a los minimercados abarrotados de clientes, con filas que se extienden por fuera de ellos, hasta casi llegar a la vereda de enfrente.

El tiempo transcurre veloz, ya es medianoche. La diversión parece concentrarse a lo largo de la avenida Juárez. Un grupo de jóvenes se dispone a montar una improvisada coreografía. Cantan a capela y tratan sin éxito de coordinar los pasos campiranos de No rompas más, éxito del grupo Caballo Dorado. El menú musical es variado. Se escucha el coro de Cielito lindo y, de pronto, la cumbia irrumpe con ayuda de un marimba desde la calle Mendizábal, perpendicular a la avenida.

En alguna parte, Los Fabulosos Cadillacs cantan Vasos vacíos y, cerca, una estudiantina se abre paso a fuerza de coplas sevillanas. Próxima a Juárez, la plaza San Fernando luce rodeada de restaurantes y bares con mesas al aire libre. Un show de mimos compite mano a mano con el trovador que entretiene a los comensales de La Oreja de Van Gogh, cuya oferta esa noche son las micheladas: cerveza, sal, jugo de limón y salsa picante, de litro.

La muchedumbre copa todos los espacios. Apenas puedo apreciar el famoso Callejón del Beso: mide 68 centímetros de ancho y sus balcones están casi pegados el uno al otro, a la distancia de un beso. Se cuenta que dos enamorados, doña Ana y don Carlos, a quienes sus familias les prohibían verse, se citaban a escondidas en los balcones descritos. Al sorprenderlos, el padre de ella la mató ahí mismo. Se dice que las parejas que se dan un beso en el tercer escalón del angosto paraje tendrán garantizados siete años de felicidad.

Los habitantes de la noche

Me abro paso entre la gente. Ya son las dos de la madrugada. Paso por bares, pubs y discotecas. Todos están atestados. A unos metros de la catedral de Guanajuato —aquella que en marzo recibió al papa Benedicto XVI— un grupo de jóvenes espera ingresar a un local del que salen notas de rock en español.

César es de Celaya, municipio del sureste del estado de Guanajuato. No terminó la preparatoria, me dice. Llegó al Cervantino junto con sus amigos de la estudiantina. En ese momento espera en la fila su turno para entrar al baño unisex de un bar ubicado en la terraza de una casa colonial. Ya ha bebido demasiadas cervezas. La actuación le apasiona. Disfruta meterse en un personaje e investigarlo previamente para hacerle justicia en el escenario.

—Iremos a drogarnos a un callejón que está por el Teatro Juárez. ¿Vienes?

—No, gracias —me disculpo.

Casi las 04.00. A esa hora, me habían comentado, el único local abierto es La Dama de las Camelias, un salón de baile frecuentado por periodistas y por artistas internacionales. No quiero averiguar la veracidad de ese dato. Camino por el centro y veo cómo un adolescente besa, por unos cuantos pesos, a toda mujer dispuesta a pagar. Llego a la calle Sopeña, al Teatro Juárez, la sede principal del Cervantino. Me siento en una banca en la plaza Cata, situada al frente. El sitio está tapizado por jóvenes que duermen recostados sobre sus mochilas. Otros, como yo, permanecen despiertos esperando que la luz del día arribe. No transcurre mucho tiempo hasta que, a eso de las 05.30, la Policía local desaloja el centro para que el personal del municipio limpie las calles marcadas por la fenomenal parranda.

Un panorama distinto

Respiro hondo. El aire se siente fresco. La ciudad se ve bien desde acá arriba. Estoy frente a la estatua de cantera rosa levantada en honor de Juan José Martínez, mejor conocido como el Pipila, un minero y héroe de la independencia mexicana que irrumpió en la Alhóndiga de Granaditas en medio de una lluvia de balas, con una antorcha encendida en la mano y una gran losa de piedra en la espalda. La figura está en un mirador a espaldas del Teatro Juárez, al cual se accede por un teleférico o escalando interminables callejones. Yo había escogido la segunda opción.

Son las 09.00 del domingo 21 de octubre. Había dormido unas horas sentado en una silla de la Central de Autobuses —a la que también volví para comprar mi boleto de regreso al Distrito Federal— y retornado al centro a las 08.00. Guanajuato luce diferente. Hay menos gente en la calle y los tonos terracota de sus edificaciones lucen todo su esplendor. Las botellas rotas, los vasos de plástico y otros desperdicios se han esfumado del empedrado.

El Divertimento Clown se apodera de la plazuela San Roque. Con el rostro pintado y una gran nariz roja, Izmir Gallardo toca un acordeón e interactúa con el público: se une a una pareja en un conjunto de música tropical y, más tarde, esquiva con un mandil amarillo a un espectador que hace de toro bravo.

El actor maneja la técnica teatral de los payasos. Lo hace en silencio y con movimientos lentos. La Compañía Clownclusiones, a cargo del show, promueve espectáculos de humor social como I’m mexiclown, sobre la migración de mexicanos a Estados Unidos, y Narclowntraficante, que habla de los niños huérfanos debido al tráfico de drogas.

El sol penetra con fuerza los poros de quienes, sentados en el cemento caliente, esperamos la actuación de BaNdula en la plaza San Fernando. Son más de las 12.00. Con ritmos caribeños y contagiosos, atuendos carnavalescos y canciones dedicadas al medio ambiente, la vida cotidiana y los derechos de la infancia, el grupo enciende al público en cada intervención. “Hablan mal de él porque hace bien su trabajo”, exclama el argentino Carlos Rivarola, percusionista de la banda, tras pedir un aplauso para la “labor ecológica” del presidente boliviano Evo Morales. Lo hace como antesala a una canción que aborda la preservación de los recursos hídricos del planeta. Así cierra el cronograma que había previsto con escasa anticipación.

La mujer que viaja junto a mí devora una hamburguesa. Son casi las 15.00. Dejo atrás la urbe declarada Patrimonio de la Humanidad en 1988 y una de las citas culturales más relevantes de México y América Latina. La ceremonia de cierre empezará dentro de cinco horas al ritmo de violines y tamboras en homenaje a Sinaloa.

A la terminal seguirán llegando grupos numerosos de personas: entre ellas, amantes de la cultura y, por otro lado, aquellas que buscan demostrarle a la sociedad que están vivas y que con autenticidad representan a la llamada generación del desmadre.



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