Cuando Armando Aparicio, de 26 años, fue enviado a Fort Lewis en Seattle, en 1968, sabía que a partir de entonces su destino podía ser uno solo: Vietnam. Después de concluir su bachillerato en La Paz, había decidido ir a probar suerte en EE UU.
Una de las condiciones para obtener la residencia era que todos los migrantes entre los 18 y 26 años de edad se pusieran a disposición para servir al Ejército estadounidense por dos años. Llegó a EEUU y el tiempo pasó. Faltaban 15 días para su cumpleaños número 26, cuando llegó una carta en la que le informaban que debía presentarse a prestar sus servicios al Ejército.
“Nos vamos a Vietnam”
Recibió entrenamiento por varios meses en Carolina del Sur y en California. “Nos vamos a Vietnam” era una frase común entre los nuevos soldados. Pero nadie sabía a ciencia cierta si realmente sería enviado a la guerra. “Muchos de ellos nunca fueron a Vietnam”, comenta Armando Aparicio, “pero Fort Lewis era la salida hacia Saigón”, dice.
Antes de un viaje de 26 horas hacia el calor tórrido de la selva vietnamita, a Aparicio le entregarían un sobre, un pedazo de papel y un lápiz para redactar su testamento. No estaba casado y la mayor parte de sus familiares se encontraba en Bolivia, pero tenía dos hermanos en EEUU; uno de ellos sería el heredero de su bota izquierda y el otro recibiría la derecha. Fue más o menos así como repartió también el resto de sus pertenencias. Se divirtió escribiendo su testamento; “sabía que iba a volver”, dice hoy y recuerda que en años anteriores a 1968 el Ejército estadounidense había enfrentado serios problemas por los bienes de soldados muertos en combate que en algunas ocasiones, y para sorpresa de todos, eran reclamados no por una, sino por dos o tres viudas.
Los soldados partieron el 1 de abril de 1968 a las 24:00 hacia Vietnam en un avión comercial. “Los aviones llevaban solamente soldados, pero eran comerciales para que nadie pudiera darse cuenta de cuánta era la tropa que estaba ingresando a Vietnam”, rememora.
Viajaron con el uniforme puesto y con todo el equipo en el cuerpo para entrar directamente a combate. “Hemos viajado con los cascos, con los M-16, las balas y todo para el combate. Podías acomodarte un poco en el asiento, pero era fastidioso”, afirma Aparicio y cuenta que “todo el mundo iba callado” durante el vuelo que llevaba a los jóvenes a la guerra. Después de más de un día de viaje y una parada en Hawái, la nave arribó al aeropuerto de Ben Hua.
Los soldados recibieron la orden de bajar del avión de inmediato y alejarse al trote de la nave para que ésta pudiera despegar nuevamente en ese mismo instante. “Había muchos morteros que caían al aeropuerto durante el día y la noche, era peligroso”, sostiene Aparicio.
Los buses recogieron a la tropa y la trasladaron a un campamento al sur de Saigón. Un día después serían distribuidos en diferentes zonas para entrar en combate.
Los bichos del monte
Aparicio era parte del equipo de quienes estaban encargados de operar los morteros. Su trabajo era “limpiar” el terreno para que la tropa de infantería pudiera avanzar.
Sin embargo, el enemigo principal del Ejército estadounidense no eran los vietnamitas, sino el calor y los bichos: mosquitos, serpientes y escorpiones que atacaban a la tropa sin piedad. “Las serpientes eran lo de menos”, dice Aparicio y muestra la foto de un soldado con una serpiente entre las manos. Dos de sus compañeros tuvieron que ser evacuados, víctimas de picaduras de escorpión. Siempre que los soldados se retiraban de un campamento, después de permanecer varios días en un mismo lugar, se daban cuenta de que el enemigo había avanzado en silencio hasta el sitio más íntimo: cuando levantaban sus bolsas de dormir, comprobaban con sorpresa que los escorpiones estaban debajo de ellas, esperando la mejor oportunidad para el ataque.
La tropa contaba con repelentes, con sprays especiales para combatir a los mosquitos, ávidos de sangre. “Te ponías el spray en la cara y, si alguna vez te tocabas el labio, te ardía como si fuera llajua. Tenías que lavarte la boca cuando no había agua”, dice Aparicio. A veces tenían que conseguir ellos mismos el agua para beber, de algún charco o riachuelo. “Recogíamos el agua en una cantimplora, le poníamos una tableta que teníamos, esperábamos unos 15 minutos; después te tapabas la nariz y te la tomabas”, cuenta. “Los mosquitos me han hecho talco. Pero a los seis meses ya estás tan curtido que ni los sientes”, agrega.
El combate
“Todo se hacía de noche”, recuerda.
Durante el día la tropa se dedicaba a descansar y a limpiar el equipo. En la tranquilidad de la noche se podía percibir el menor movimiento. Al principio había miedo, a cada instante los soldados sentían que algo se movía a sus espaldas y se quedaban congelados. Estaba estrictamente prohibido encender un solo cigarro. La brasa podía verse a cientos de metros de distancia. “También podían olernos y nosotros a ellos. En alguna oportunidad, los vietnamitas nos dijeron ‘a ustedes no hay necesidad de verlos, se los descubre por el olor del sudor’”. Sólo con el tiempo empezaron a moverse con una cierta confianza en la oscuridad de la tupida selva.
Pero el miedo llegaba a su máxima expresión en el tiempo de monzones, la época en que el Asia es asolada por torrenciales lluvias. Era entonces cuando el Ejército trabajaba más. La lluvia los protegía de ser escuchados y hasta de ser vistos por el enemigo, pero, al mismo tiempo, los hacía más vulnerables a la sorpresa de cualquier ataque.
Muchas veces, el Ejército estadounidense acampaba en la proximidad de villorrios o caseríos, en los que la gente hacia su vida normalmente durante el día. Pero en la noche el ataque venía de esas poblaciones. “Nos metían bala desde ahí. Era una manera de provocarnos para que nosotros respondamos y hagamos daño a los civiles”, explica el veterano de Vietnam. Cuenta que los pobladores no tenían nada que ver en el conflicto; tampoco eran cómplices del Ejército enemigo. Pero en la noche los vietcong, el nombre con el que se identifica a los vietnamitas del norte que querían apoderarse de Saigón, entraban a las casas y descargaban sus armas sobre los estadounidenses para darse a la fuga en el acto y dejar que la respuesta armada caiga sobre los indefensos pobladores.
Hoy, Armando Aparicio tiene 70 años. En 1968 era un joven fortachón con bigotes, bronceado y sin camisa, que se jugaba la vida a balazos en el remoto país asiático que venció a EEUU en el conflicto bélico de Vietnam.
En el álbum de fotos que aún conserva de aquella época se detiene en la imagen de una casa que se ve de lejos. Cuando se la observa con detenimiento, se ve que está llena de enorme huecos.
“Durante el día, en esta casa había niños, abuelos y todo; los veíamos cocinar y realizar diferentes quehaceres domésticos. Una noche nos dispararon desde la casa, nos metieron ametralladora. Empezaron a disparar y nosotros no podíamos decir ‘¡paren!, ¡que salgan los abuelos y los niños, que se vayan antes de que nosotros entremos en acción!’. Dio pena ir a ver al día siguiente el resultado, porque la gente que había disparado se había hecho humo y todo estaba hecho polvo”, comenta con un tono firme y resignado a un tiempo.
Hace mucho que los días de la guerra son para él un episodio clausurado. Ha tomado distancia de cada una de las vivencias de esa época y tanto que incluso sus memorias le parecen irreales. “Ahora que pienso en la guerra, después de tanto tiempo, me parece que fuera un sueño”, dice.
El único alivio para la sensación causada por la muerte y la destrucción era la propia vida. “Cuando ves todo eso, lo que te tranquiliza es que tú todavía estás vivo y que podrías haber sido vos el muerto”, añade.
La fiebre de “los verdes”
Algunas veces, los soldados salían a Saigón para hacer algunas compras. Al principio, aún adquirían sus mercancías con dólares, un bien invaluable que los vietnamitas perseguían con angurria.
“Era impresionante ver cómo estaban detrás de ‘los verdes’. Cuando ibas a Saigón, era increíble cómo la gente vietnamita te vendía cualquier cosa para obtener dólares”, rememora.
El mercado negro en torno a la moneda estadounidense creció al punto de hacerse insostenible. Entonces, los combatientes recibían una especie de vales de color rosa, llamados “certificados”, que valían un dólar o 25 y 50 centavos. Entregaban los certificados a cambio de la mercancía para que los vendedores los pudieran cambiar por moneda vietnamita.
Pero el Ejército estadounidense también dotaba a sus combatientes de otros artículos valiosos para el pueblo vietnamita, como los cigarrillos que los lugareños les pedían o les compraban para después revenderlos. En algunos pueblos, por los que pasaban o que alguna vez visitaban, las chicas se morían por obtener una fragante pastilla de jabón.
Después de algún tiempo, el contingente que integraba Armando Aparicio obtuvo la orden de trasladarse hacia un cruce de río para resguardar un puente por el que pasaban diferentes productos para alimentar a la gente de Saigón. El Ejército había reconstruido el puente una vez, pero el enemigo estaba al acecho para destruirlo cuantas veces fuera necesario.
Los soldados estadounidenses navegaban en botes que funcionaban con una inmensa hélice de avión y disparaban a cualquier objeto que apareciera a lo lejos en el agua. “Tres meses nos quedamos ahí. ¡Tres meses!”, repite; para ellos era una eternidad.
Como en un filme
“Esto parece una escena de Apocalipsis Now”, comenta el fotógrafo de Miradas al ver las fotos que muestra este veterano. “No”, contesta Aparicio. “La película que para mí más se acerca a lo que hemos vivido es Pelotón. No he podido aguantar esa película; me he salido del cine”, afirma.
Cuenta que hasta algunos detalles de la película son totalmente fieles a la realidad, incluso el de los baños que se instalaban en los campamentos donde la permanencia era relativamente larga, como la del puente que debían resguardar.
El baño estaba hecho de un turril cortado por la mitad, a modo de inodoro. Recuerda que la peor forma de castigar algún mal comportamiento era retirar el turril lleno de desechos de la caseta para llevarlo unos metros más allá, echarle querosén y quemarlo. “Uno estaba en combate. Eres como un convicto sentenciado y te preguntas ‘¿qué más me pueden hacer?’. Había algunos que se ponían sus máscaras de gas pero ni eso los salvaba de acabar vomitando”, evoca.
Afortunadamente este “veteco” boliviano, como él mismo se autodenomina, nunca padeció ninguna herida de gravedad. “Apenas unas esquirlas de granada, nada grave”, cuenta. Pero sí vio morir a sus compañeros y en algún momento incluso empezó a dudar de lo que para él desde el principio había sido una certeza: empezó a considerar la imposibilidad de retornar sano y salvo a casa.
El final de un mal sueño
Cada noche los soldados contaban los días que aún les faltaban para llegar al fin de la pesadilla de 365 días. “Me faltan 200, me faltan 150”, se los escuchaba vociferar o murmurar por las noches.
Sin embargo, muchas veces se perdían en las fechas y las horas. Cada día que pasaba era uno más que les regalaba la vida; el único día que rara vez se les perdía en medio de la vorágine del sol, la sangre, el combate y la sed, era el domingo, cuando llegaban sacerdotes de diferentes religiones en helicóptero a ofrecer los servicios religiosos.
“El tiempo se hace más largo hacia el final, las horas no pasan”, señala. Hay una sola cosa en la que piensa un soldado: “tienes que hacer todo lo que a ti te convenga para mantenerte con vida. Sólo eso: salir vivo de ahí”.
Algo que le trajo satisfacción es que en un tiempo mínimo fue ascendido a sargento. El Ejército le otorgó una distinción especial por su valentía y comportamiento meritorio. “Eso me subió la moral”, afirma. “Yo no le tenía miedo a las balas”, agrega. “A veces nos sorprendían cuando menos lo esperábamos. Una vez, en plena balacera, en vez de cubrirme, fui a buscar nuestros chalecos antibalas y los repartí”, recuerda.
Cuando salían a Saigón de vacaciones, ¿era como se ve en las películas que se iba a las discotecas de la ciudad a dar rienda suelta a sus impulsos?, le pregunto.
“En nuestro caso no era así”, se ríe y refiere que en los 365 días que permaneció en combate le dieron vacaciones una sola vez . “Los que estaban casados se iban a Hawái con sus esposas; los demás podían escoger cualquier país de la región. Yo me fui a Singapur”, comenta.
Pero cuenta que, en ocasiones, el Ejército llevaba la diversión a los campamentos. “Alguna vez había conjuntos de música y una vez cada cierto tiempo nos traían algunas damas de compañía para que no nos olvidemos de que existen las mujeres y no tuviéramos otros pensamientos”, sostiene.
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