En Italia, cansado ya de comer pasta y mozzarella, decidí marcharme a Capri, a 17 millas marinas al sur de Nápoles.
Aquella mañana, de cielo intensamente azul, me embarqué en el muelle Berevello y fijé mi asiento en la popa del vapor para contemplar el magnífico escenario de la ciudad napolitana, cuyas casas extendidas a lo largo de la costa, salpicadas de gaviotas y cubiertas de neblina, parecían flotar en medio de la ascensión de las aguas.
Mientras el vapor ganaba la distancia, recordaba las leyendas de las míticas sirenas, quienes, tendidas sobre las rocas de las islas del Mediterráneo, solían desviar el rumbo de las naves y atraer con su canto a los marineros más audaces, que Ulises, el Rey de Ítaca y héroe del sitio de Troya, ordenó a los tripulantes atarlo en el mástil mayor para no caer seducido. Al expirar este recuerdo, alimentado por el poema épico de Homero, vislumbré la isla de Capri, alzándose entre el cielo y el mar.
Cuando el vapor atracó en el muelle, me apeé en el puerto de Capri, que se abre al mar a lo largo de una playa infinita y una plazuela trepando hacia los montes cual manada de cabras. Inmerso ya en una topografía pintoresca, poblada por una exuberante flora mediterránea, pude ver las casas dispuestas en forma de anfiteatros, con sus terrazas y bóvedas alargadas, sus pórticos y ventanas mirando el horizonte del mar, y sus fachadas calcáreas, reavivadas por el rojo pompeyano, más rojo todavía bajo el luminoso cielo azul. Entonces, sin poder controlar el estupor ni la emoción, ascendí por un laberinto de callejuelas angostas y empinadas, hasta llegar al centro de Capri, conocida como la Piazzetta, desde cuyo mirador, que parecía una terraza suspendida en el vacío, pude contemplar las grandes rocas aflorando de las aguas y las fértiles pendientes, donde resaltan los frondosos olivares y la copa de los pinos marinos, y, a lo lejos, la inconfundible silueta de Isquia y el golfo partenopeo, dominado por la inquietante figura del Vesubio.
Al mediodía, cuando el estío se hizo implacable, venciendo a las brisas languidecientes, me acerqué a uno de los bares de la Piazzetta en medio de un torbellino de sombrillas y de peatones. Sequé el sudor de mi frente y me senté a la sombra de un quitasol, como quien busca un poquito de aire fresco. Pedí una cerveza para aplacar la sed y el cansancio, y me entretuve observando a un grupo de ingleses y a una pareja de japoneses que pintaban la clásica Torre del Reloj, cuya cúpula alberga unas campanas que doblan cada hora. En esos instantes de plácido sosiego, vi un desfile de mujeres despampanantes que, haciendo gala de su belleza, llevaban sombreros de paja, cestos de mimbre y zapatillas de esparto.
Al cabo de beber la cerveza, que casi siempre es un buen modo de relajarse del calor sofocante, me quedé pensando en la grandiosidad de este sitio que, desde los tiempos en que los colonos griegos establecieron la acrópolis en el siglo V a. de J.C., constituye un verdadero paraíso para la meditación y la creación artística,
El emperador Augusto, al retornar de las campañas orientales el año 29 a. de J.C., desembarcó en la isla deslumbrado por su belleza y mandó a construir suntuosas villas para disfrutar en los veranos. A la muerte de Augusto, su hijo adoptivo Tiberio, quien heredó el Imperio Romano, heredó también el amor por Capri, del cual hizo su asilo dorado, donde pasó el último decenio de su vida. Con el transcurso del tiempo, en este mismo lugar, hecho de asombro y maravilla, se refugiaron varias personalidades de honda sensibilidad, como los poetas que un día vinieron a comer y se quedaron para toda la vida.
A pocos pasos de la Piazzetta, en un estrecho pasadizo, quedé sorprendido por la arquitectura de estilo barroco de la iglesia de San Esteban, cuyo piso interior, cerca del altar mayor, luce un valiosísimo solado de mármol, constituido por una serie de incrustaciones policromas. Pero mayor fue mi sorpresa al salir de la iglesia y enfrentarme a un vericueto de callejuelas serpenteantes, que permiten a sus habitantes darse la mano de balcón a balcón. De manera que cualquier caminante, acostumbrado a las grandes urbes, experimenta la sensación de estar en un burgo medieval, subiendo y bajando por callejuelas que a menudo confluyen en placitas, en las cuales se entrecruzan otras callejuelas caracterizadas por rampas de escaleras. Y por donde quiera que uno vaya, está siempre rodeado de plantas que florecen hasta en los sitios más recónditos y sinuosos. Toda esta vegetación remata en los Jardines de Augusto que, aparte de ser el pulmón de la isla y un parque propicio para vivir un romance inolvidable, es un mirador desde el cual se puede abarcar una de las vistas panorámicas más espléndidas de la costa capriota. Es decir, las acantiladas escolleras y las siluetas de los Farallones, esos colosos de roca que se alzan hacia la concavidad del cielo emergiendo de las profundidades esmeraldinas del mar, como obeliscos esculpidos por la naturaleza y el tiempo.
Por mi parte, no conforme con mirar los Farallones desde los Jardines de Augusto, descendí por un sendero empedrado que, de tantos andares y desandares, está lozanamente pulido, y que uno, al primer resbalón, puede ir a dar en el vacío. Estando ya abajo, entre bañistas tendidas sobre las rocas como sirenas modernas y los cambiantes reflejos de las transparencias marinas, me imaginé a los Farallones cual monstruos petrificados en la prehistoria; obsesión que se me intensificó cuando atravesé con la mirada por debajo del arco natural, que formaron las erosiones concediéndole un atractivo singular.
Después fui a Anacapri, atraído por la curiosidad hipnótica de mirar las ochocientas gradas empinadas de la Escalera Fenicia, tallada en roca viva desde la costa norteña de la isla hasta el centro de Anacapri; única construcción rupestre que se ha conservado desde la colonización griega y romana. No muy lejos de la escalinata, que me provocó una sensación de vértigo, está el museo de la villa de San Michel, construido por el investigador y médico sueco Alex Munthe, con la intención no sólo de vivir en ella, sino también de coleccionar y conservar una serie de obras de arte, que en la actualidad son verdaderos motivos de admiración. El atrio está adornado con bajorrelieves, cabezas de bronce greco-romanas y las paredes están decoradas con antiguos fragmentos de mármol y alabastro, más una serie de epígrafes funerarios. La habitación luce una cama del siglo XV y tiene muebles del renacimiento florentino, esculturas de bronce y un bajorrelieve de mármol del periodo imperial, representando a Apolo mientras ejecuta la lira. En el despacho, cubierto con mosaicos que representan un motivo pompeyano, se guardan objetos antiguos como una cabeza de joven de terracota y una cabeza de Medusa que, según se cuenta, fue recuperada por Munthe de las profundidades del mar, frente a los Baños de Tiberio. El salón adyacente está dominado por muebles rococó de tipo veneciano y está separado del despacho por columnas de mármol africano, que sostienen un elevadísimo capitel. En la galería de las esculturas despierta la atención del visitante un busto de mármol representando a Tiberio y una reproducción romana de origen griego del siglo IV, que representa a Ulises.
Cuando retorné al puerto de Capri, en un pequeño y repleto autobús, sentí como si descendiera del cielo a la tierra por una carretera angosta y zigzagueante. Ya en el puerto, no muy lejos de una columna romana plantada en el muelle, alquilé una barca de remos para costear la isla y avistar las escarpadas rocas abriéndose en decenas de fisuras y concavidades.
Además, desde el mar se pueden apreciar los vestigios de los Baños de Tiberio, donde el emperador vivió sus últimas aventuras amorosas y se zambulló para escapar del calor estival. Aunque Tiberio era ya demasiado viejo cuando se retiró a Capri, algunos de sus biógrafos lo describen como un hombre cruel, acostumbrado a torturar y ejecutar a sus súbditos, haciéndoles dar un salto mortal desde la cumbre más elevada, conocida hoy como "El salto de Tiberio", y de la cual no queda más que la belleza salvaje de las rocas desplomándose hacia un mar increíblemente diáfano.
Más tarde, como lo tenía previsto, la barca se aproximó, a golpes de remo y orillando la costa, hacia la Gruta Azul. Cuando la vi de cerca, varias ideas se me agolparon en la mente, pues estaba ante una de las cuevas marinas más famosas del mundo, que durante siglos generó supersticiones y confabulaciones míticas; unos creían que estaban habitadas por hermosas sirenas, en tanto otros, infundiendo un hálito de terror y sembrando el pánico, aseveraban que la gruta era un recinto de brujas y cuna de criaturas monstruosas. No obstante, el emperador Augusto y su sucesor Tiberio ordenaron forrar las paredes con mosaicos y conchas marinas, para así zambullirse en sus aguas y pescar mújoles y anguilas. Al paso del tiempo, los misterios creados en torno a la Gruta Azul han servido como fuentes de inspiración a pintores y escritores.
Apenas la barca abordó la entrada a la Gruta, cuya abertura chata y angosta me obligó a bajar la cabeza para no golpearme en la roca, divisé los espejos de las aguas transparentes, reluciendo con una fosforescencia plateada. Adentro, asediado por estalactitas y estalagmitas, experimenté un fascinante juego de luces que, por un instante, me dejó perplejo y sugestionado. Mas apenas salí de mi asombro, pude explicarme que esas maravillas cromáticas están determinadas por la reverberación de la luz que se filtra por las aberturas de acceso y que, a su vez, las transparencias azul cobalto se deben a la luz que se filtra a través de una abertura submarina.
Al abandonar la Gruta Azul y salir a mar abierto, quedé cavilando en que la luz del día era el alma de Capri, como si toda la isla fuese un gigantesco disco cromático. En la mañana es resplandeciente y viva, exalta los contrastes entre la vegetación, el azul intenso del cielo y los cambiantes reflejos del mar. Al descender el sol a su ocaso, con sus matices rosados, la isla adquiere tonalidades suaves y difusas, hasta desvanecerse en el crepúsculo. Por la noche, ni bien se encienden las luces de las casas y las callejuelas, ganando la oscuridad de Capri, los pescadores isleños desatan sus barcas ancladas en los muelles, recogen sus anchas redes y se hacen a la mar entre lámparas de acetileno.
Mi feliz estadía en Capri, desde un principio, caló hondo en mi memoria; tan hondo que, al zarpar el vapor rumbo a Nápoles, concebí la idea de que si alguna vez se me da la opción de elegir un lugar para refugiarme del bullicio mundano, elegiría, sin pensar dos veces, Capri, la isla encantada del Mediterráneo.
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