Varekai, en lengua romaní, significa “en cualquier lugar”; Quidam, en latín, quiere decir “transeúnte anónimo”. Iris, además de ser el nombre de una bella flor bulbosa, se refiere a la delicada membrana que controla la cantidad de luz que penetra en el ojo y que nos permite ver. Así se llaman también algunos de los espectáculos del Cirque du Soleil.
Hasta hacía poco, yo era un quidam que, después de estar en varekai, llegué a Hollywood Boulevard, en Los Ángeles, a cumplir con el rito de mostrarme sorprendido por la cantidad de estrellas en la acera, con los nombres de otras tantas luminarias del cine, durante toda una mañana: allá el Ratón Mickey (“¡Wow!”, exclama un turista, tal vez de Uzbekistán, y luego pide la foto de rigor); aquí, Rober Downey Jr. y después, claro, sir Charles Chaplin.
Horas después, a las 20:00, estoy en la primera fila del hoy Teatro Dolby, antes Teatro Kodak (“La empresa cayó, como tiene que caer todo en la vida”, sentenció por la mañana el guía turístico), donde anualmente, desde 2002, se entregan los premios Oscar. Es un escenario imponente, creado especialmente para la entrega anual de esos galardones.
Esta vez el público no espera aplaudir las bromas del ingenioso Billy Crystal ni ver a Jack Nicholson (quien entre asistir a la ceremonia anual de la alfombra roja y a un partido de los Lakers, como sabemos, prefiere lo segundo), sino al espectáculo Iris del Cirque du Soleil.
Personajes mágicos
Antes de que el redoble de tambores anuncie el inicio de la función, un sujeto monopoliza todas las miradas: está ataviado con un traje típicamente circense, de domador de leones; pero lo que se destaca en su aspecto no es la librea dorada, sino una coleta larga –en realidad, una poderosa trenza- que forma un llamativo arco que se proyecta hacia adelante: el personaje masculla palabras en un idioma arcaico –como si fuera un personaje de una película de Terry Gillian-, a momentos grita y busca, entre el público, a los calvos o pelados; cuando ubica a uno de ellos, se inclina y logra que su exuberante apéndice capilar roce la calva del espectador, tras lo cual ríe estrepitosamente. El público también.
En el otro extremo del teatro, una joven parecida a Betty Boop, que sube y baja las gradas, lleva un praxinoscopio alrededor de la cintura; cuando hace girar el aparato, se ve, en la pantalla de fondo del artilugio, un combate de boxeo; la muchacha, que ilustra los pósters de Iris, tiene unas pestañas larguísimas que se abren y cierran sobre los expresivos ojos de un rostro de gestos afectados, delicados, sobreactuados.
Un dandy y una mujer (en realidad, un hombre') con un peinado estrafalario completan el equipo que se encarga de eliminar el hielo entre el respetable, de anticipar que los asistentes están a punto de ingresar al particular mundo de Iris. Ellos reaparecen en distintas partes de la obra. Que comience la función.
Un despliegue fabuloso
Iris narra una historia. Como se trata de un viaje por el mundo del cine –A Journey Through the World of Cinema, señala el subtítulo de la obra-, no podía prescindir de un argumento: Buster y Scarlett, dos nombres que evocan tanto al cine mudo como a la primera película que recibió el Oscar, viajan en medio de una poética “fantasmagoría inspirada en el mundo del cine”.
Buster, además, es un compositor e intérprete de piano que espera triunfar en el amor y en el Hollywood de los años 20; en esos afanes, mucho más cercanos al fracaso que al éxito, conoce a la bellísima Scarlett, de quien se enamora y que también quiere ser una estrella del celuloide. Pero, por supuesto, deberán luchar contra las adversidades antes de ser felices y famosos. El espectáculo, entonces, combina la danza, el video en vivo, las imágenes de cine y las proyecciones interactivas para impulsar el desarrollo argumental de ese cuento de hadas. Están al servicio de esa fábula 72 artistas, 200 disfraces, 771 metros cuadrados de escenario, 174 altavoces, 603 piezas de iluminación, 20 proyectores de video y 160 vatios de sonido.
De modo que, cuando Buster sueña con la fama sobre el teclado del piano, unas sombras chinescas se proyectan sobre la pantalla del Teatro Dolby, entre las cuales se destaca un onírico satán o un súcubo oriental; la danza macabra, sin embargo, se diluye poco a poco, pero deja en el centro del escenario a tres contorsionistas asiáticas, que comienzan a crear fantásticas esculturas humanas, imposibles de lograr para alguien que no tenga el torso ultraflexible o los huesos de gelatina. Una de ellas, en una exhibición de destreza, no sólo mantiene el equilibrio parada de manos sobre la rodilla de la otra, sino que, como si fuera un escorpión, toca su propia cabeza con los dedos de sus pies.
Los gemelos voladores
La profusión de imágenes, colores y música sobre el escenario es un festín para los ojos (para el iris). No hay un solo momento en que la acción se detenga, en un continuo derroche de talento de quienes, mediante el código circense, llevado a su expresión más excelsa, dan saltos, se contorsionan, protagonizan gags, relatan otras historias. En Iris se entremezclan en las dosis exactas la espectacularidad del circo y la catarsis del drama.
“Iris explora las diferentes técnicas del cine en su evolución del blanco y negro al color, en un mundo de sombras y luces. La historia se desarrolla a medida que nuestros dos jóvenes héroes se aventuran en un universo que trae a la vida una sucesión de géneros cinematográficos, lo que vuelve a despertar el potencial sin límite de esta forma de arte”, dicen los creadores del espectáculo.
Entonces, entran en escena los gemelos Atherton. Son dos célebres atletas que nacieron en el Reino Unido y que integraban el equipo de gimnastas de ese país, pero que se retiraron cuando cumplieron 24 años. Comenzaron su carrera circense en Varekai , el espectáculo del Cirque du Soleil que se inspira en el mito griego de Ícaro, por lo cual los dos artistas literalmente “vuelan” sobre el público de la platea.
El Teatro Dolby-Kodak es ideal para la rutina de cintas aéreas –aerial straps- de los gemelos Atherton, en la cual demuestran sus habilidades en ejercicios de fuerza y en danza, aunque por momentos se debe conjurar el riesgo de una tortícolis para seguir sus evoluciones aéreas con la vista.
Todo está sincronizado a la perfección y no pasa desapercibido que el aparato aéreo, que facilita sus acrobacias, está instalado en el cielo falso del recinto, donde el personal de apoyo vigila todo para que el número de estos grandes artistas alcance la perfección. Cuando aterrizan, los aplausos son atronadores.
Una película viva
A estas alturas, el espectáculo es multimediático. Se proyectan las imágenes que toman las cámaras de video no sólo en la pantalla central, sino en otras menores, en blanco y negro y a colores, aunque también en sepia. Los creadores han logrado una fusión perfecta entre los lenguajes de la imagen y de la música.
Y es cuando, en una película, un grupo de equilibristas, como si fueran hormigas, desafía la gravedad y escala o baja los muros; de pronto, los escenógrafos retiran la pantalla y los personajes de ficción dan lugar a un armónico conjunto de saltimbanquis asiáticos que comienza a ejecutar maromas difíciles, todas a base de músculo. Los “insectos” conforman pirámides y torres humanas y a la voz de “¡Hap!” los más flexibles vuelan por el aire, caen en los hombros de los más musculosos y dan decenas de volteretas.
Durante toda la función se evocan los pasajes más determinantes de la historia del cine en pleno Hollywood, como un homenaje a la industria que consolidó a uno de los grandes medios de comunicación creados por el ser humano y cuya influencia no parece atenuarse con el paso del tiempo o con el surgimiento de otras tecnologías de la información y de internet.
Como si esto fuera poco, apenas unos segundos después descubrimos, en el centro del escenario, unos cubículos que se asemejan a compartimientos estancos; en realidad se trata de la representación de los fotogramas de una película de celuloide y en cada uno de ellos los artistas de Iris componen imágenes en secuencia con la maestría de Orson Welles o de Alfred Hitchcock. Llueven los aplausos. Es emocionante.
El epílogo
Si se sigue el libreto, ahora Buster y Scarlett están bajo el mando de un director de cine que evita esa ardiente relación.
Aislada, y como si de pronto se ingresara a una película de Mack Sennet, la bella heroína es secuestrada por una banda de gángsters, por lo cual se desarrolla una persecución al estilo de Hollywood, que tiene como escenario un hotel presumiblemente edificado con capitales de la mafia.
Los policías, los malos, Buster, los contorsionistas, los saltimbanquis, el dandy, el realizador del filme y los otros artistas dan brincos imposibles en los trampolines o camas elásticas, que dan agilidad a la acción, y se propaga la sensación de que se observa algo mágico y único.
Es la apoteosis: Buster se consagra como héroe al rescatar a Scarlett de las peligrosas garras de la Cosa Nostra y el amor es posible. Todos celebran. La audiencia ha sido transportada a un viaje cautivante que desdibuja los límites entre las presentaciones en vivo y las imágenes móviles.
En 90 minutos, los artistas de Iris han construido un mundo fabuloso, pero fugaz, que desaparece cuando se hace parar un taxi para volver a un hotel del centro de Los Ángeles.
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