La nación Iricandia estaba gobernada por un magnánimo rey cuya amorosa benevolencia y su generosa dedicación al pueblo eran proverbiales. Dicho rey, llamado Atandor y apodado “El Bueno”, se desvivía por servir a la comunidad a la que la fortuna le había asignado el puesto de pastor. Lo que más detestaba aquel probo mandatario era el despotismo, la injusticia, la violencia y la imposición. Lo que más satisfacción le producía, la tolerancia, la comprensión, la capacidad de cada quien para asumir las riendas de su propio destino.
Una calurosa tarde de verano, mientras caminaba pensativo por los jardines del palacio, una singular idea hizo presa de su mente. Mandó entonces congregar a toda la población –incluyendo mujeres y niños en la plaza mayor de la ciudad, y se dirigió a la multitud que aguardaba en expectante silencio, de esta manera:
Amado pueblo de Iricandia.
He decidido no gobernar más. Soy rey por obra de la fortuna. Sólo deseo ser pastor por voluntad colectiva. Abdico al trono desde este mismo instante. Deben gobernar ustedes mismos de acuerdo a las normas que para tal fin consideren oportunas. Deben nombrar a la cabeza del Estado al hombre que consideren más digno de cargar con este pesado honor. . .
La población quedó estupefacta al oír tan singular discurso. ¿Qué significaba aquello?¿Qué cualquier ciudadano común y corriente podía convertirse en rey? La situación resultaba tan inverosímil que más parecía el sueño de algún loco que un acontecimiento real.
Muchos intentaron convencer al soberano de que desistiera de su sorprendente proyecto. Pero todas las gestiones persuasivas resultaron inútiles y terminaron en un rotundo fracaso. Atandor, El Bueno, persistía en abdicar del trono y no se postularía como candidato en las elecciones para dar paso a una nueva generación de gobernantes.
Ante lo inevitable del hecho, al pueblo no le queda más remedio que aceptar la idea de que era preciso que ellos mismos se dieran su propio gobierno. Más, ¿a quién nombrar timonel de aquel navío?. . .
. . .Al principio no aparecían. Luego comenzaron a sobrar los candidatos. Todo el mundo quería ser rey y para ganarse el favor de la gente no dudaban en prometer cualquier cosa a sabiendas de que era imposible cumplir tales promesas. La plaza mayor estaba repleta de demagogos que vociferaban sus virtudes y las hermosas obras que, de ser llevados al poder, realizarían en bien de la comunidad.
Cuando se celebraron las elecciones el vencedor fue Iferión, el de la voz meliflua, un individuo de dudosa reputación pero inteligente y con extraordinarias dotes retóricas.
La primera medida que tomó cuando se sentó en el trono fue cortarle la cabeza al rey Atandor, pues, según él, el principio dinástico hacía peligrar la recién instaurada democracia. Iferión se reeligió veinticinco veces y en cada uno de sus mandatos iba acrecentando su poder y deshaciéndose de sus opositores. Por el bienestar de la nación se constituyó en el defensor de la democracia. Y para defender la democracia –nunca se supo a ciencia cierta quien la amenazaba decidió convertirse en tirano y luego en rey. Su gobierno fue considerado uno de los más execrables e ineficientes de los que jamás se haya oído hablar.
Pero, a pesar de todo, el pueblo podía vanagloriarse de que, por primera vez, tenían un rey que ellos mismos habían elegido.
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